Día 15: de vuelta en Bali

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Bueno, aunque parezca mentira, amanece nuestro último día en Lombok. Hoy tenemos por delante un día de viaje de lo que ya puede empezar a considerarse nuestra vuelta a casa. Todos nuestros desplazamientos anteriores habían sido hacia el este, siempre avanzando; hoy, sin embargo, volvemos al oeste, o sea, retrocedemos. Nos da penita, la verdad, sobre todo después de haber pasado tres días en un entorno inolvidable y alojados en un hotel de esos que sólo se ven en las películas.

Tras un gran desayuno, como ya viene siendo costumbre, hacemos las maletas de nuevo y esperamos al taxi que hemos pedido en recepción sentados en nuestra terraza. Desde allí observamos a un joven trabajador del hotel cuya tarea esta mañana es arreglar las palmeras del jardín. Siguiendo las indicaciones del gerente, trepa por una palmera y por otra cortando ramas a diestro y siniestro. Su agilidad para subir y bajar por los troncos nos deja perplejos.

Al poco rato, nos avisan de que ya ha llegado el taxi. Nos despedimos de los trabajadores y nos ponemos en marcha. El trayecto es muy cortito, apenas diez minutos largos, y nos cuesta poco más de tres euros. El conductor nos deja en la estación de taxis y, desde allí, vamos andando hasta el propio puerto. No sabemos exactamente adónde tenemos que ir ni con quién tenemos que hablar. Sólo tenemos un papelito que se supone que es el billete (igual que a la ida)... Espero que no haya ningún problema. Entramos en uno de los pocos edificios que hay en el puerto, en el más grande. Allí preguntamos a un par de personas si saben con quién hay que contactar para viajar con el barco de la compañía Wahana boats. Al final, un chico joven sin ningún tipo de identificación de dicha empresa nos dice que tenemos que esperarnos allí mismo, y que nos avisarán cuando llegue el barco. Yo no me acabo de fiar porque hay muy pocos turistas en esa sala. Quizás sea porque la mayoría salen de Gili Trawangan, o eso quiero pensar yo.


Está previsto que nuestro barco salga del puerto de Bangsal a las once y cuarto. Todavía faltan 45 minutos, así que nos sentamos en los asientos que hay repartidos por la sala (los típicos de aeropuerto) dispuestos a leer un rato para hacer tiempo. Sin embargo, al sacar el Kindle de la mochila, me doy cuenta de que me falta algo: ¡el móvil! Como siempre que sucede algo así, me pongo a rebuscar por toda la maleta. "Seguro que está donde menos te lo esperes", me dice Vicent, intentando tranquilizarme. "Mira en los bolsillos". Pero no; definitivamente, el móvil no aparece por ninguna parte. Yo empiezo a ponerme de los nervios. Nunca he perdido nada de valor en mi vida. Me entran unos sudores de la muerte y empiezo a tener ganas de llorar y matar al mismo tiempo. A Vicent se le ocurre que igual me lo he dejado en el taxi. A mí me extraña, pero decido agarrarme a un clavo ardiendo y Vicent sale corriendo para ver si el taxista sigue aparcado en la estación. A los diez minutos, aparece con mi móvil en la mano. Efectivamente, estaba en el taxi. Tras un momento de euforia y alivio máximo, por fin descansamos.

A medida que se acerca la hora a la que supuestamente tendríamos que zarpar, empiezan a llegar algunos turistas más. Nosotros nos limitamos a observar, y nos vamos asomando a la puerta para ver si vemos algún barco que se parezca al que nos trajo hasta Lombok. Volvemos a preguntarle al chico, que nos dice que no tardará mucho en llegar. Y no miente, al cabo de unos minutos, nos avisa al grito de "Wahana" para que nos dirijamos al embarcadero. Acompañados por una docena de turistas, nos acercamos al barco que, ya desde lejos, parece estar lleno de gente. Durante varios minutos reina la confusión porque nadie nos explica nada. Al final, creemos entender que ese barco está lleno y que va a venir otro a recogernos. En fin, pilarín. Nos toca esperar a pleno sol al otro barco que vendrá a por nosotros. "Espero que podamos viajar en la cubierta hoy también", me digo yo. Pero no. El nuevo barco llega un rato más tarde y va bastante lleno también. Embarcamos y cogemos dos sitios en el interior. Al zarpar, se respira un ambiente un poco raro. Ya no sólo por el fuerte olor a gasolina que hay allí dentro (que también), sino porque hay mucha gente como enfadada y tensa. Poco después descubrimos que es porque sólo han dejado subir a un cierto número de personas a la cubierta y las otras se han tenido que quedar dentro. Vamos, que nosotros tampoco vamos a poder subir.

El viaje, al ser en el interior del barco, no es tan idílico como el de ida. Además, al llegar a Padangbai, en Bali, nos hacen esperar dentro del barco un buen rato porque parece ser que hay demasiados barcos en el puerto y no se pueden amarrar. Tras una espera que se nos hace infinita, por fin desembarcamos. Es entonces cuando Vicent me confiesa algo que había estado guardándose hasta terminar este segundo trayecto en barco con esta compañía. Al parecer, había leído en Trip Advisor que Wahana había tenido varios accidentes relacionados con explosiones del motor. Perdona... ¿¿que qué?? Como habíamos comprado los billetes a través de un tercero, no podíamos hacer nada, y Vicent había vivido en solitario su preocupación durante semanas.

Ya en tierra firme, seguimos a las masas hacia los taxis que nos han de llevar a los hoteles. Este servicio, igual que a la ida, nos entra en el precio del billete. En esta ocasión nos dirigimos a Kuta, una de las zonas más turísticas de Bali. Elegimos esta zona porque mañana tenemos que coger un avión a Yakarta y el aeropuerto está muy cerca de allí, pero la verdad es que lo que hemos leído sobre este lugar no nos llama nada la atención. Al parecer es un turismo mucho más occidentalizado, con muchos bares y restaurantes como los que podrías encontrarte en cualquier gran ciudad de Europa.

Subimos a una furgoneta grande (con capacidad para unas 8-10 personas) con destino Kuta. Se llena en un momento. El viaje dura un ratito largo, que además se nos hace eterno porque estamos muertos de hambre (ya hace rato que es hora de comer). Además, a nuestro lado hay un hombre que viaja solo que parece no encontrarse demasiado bien. De hecho, parece que vaya a vomitar en cualquier momento. A mí sólo me faltaba eso; con la de picaduras de mosquito que traigo de Lombok, sólo me hace falta ver a alguien enfermo para empezar a sugestionarme y pensar que he pillado la malaria. Cuando le pide al taxista que lo deje en el hospital en lugar de en su hotel, se confirman nuestras sospechas de que a ese hombre le pasa algo.

Tras la parada en el hospital, es nuestro turno. El taxista nos deja en la puerta de The Sunset Bali Hotel, donde nos alojaremos esta noche. Está situado en una gran avenida donde parece que hay bastantes restaurantes. Tras hacer el check-in y dejar las cosas en la habitación, salimos hacia la zona más céntrica de Kuta para comer algo y comprar recuerdos para nuestras familias. Encontramos un restaurante que nos llama la atención no muy lejos de nuestro hotel. Es bastante más caro de lo que pensábamos gastarnos, pero necesitamos comer ya y, además, tiene muy buena pinta. Al final acabamos pagando menos de 13 euros entre los dos, así que no está tan mal, y la comida (occidental, eso sí) está buenísima.

El resto de la tarde nos lo pasamos de tiendas. La insistencia de los vendedores aquí es bastante notable, pero ya estamos hechos a ella. Tras comprar cuatro souvenirs, seguimos paseando hasta la playa y, al hacerse de noche, decidimos poner rumbo de nuevo hacia el hotel, cerca del cual hemos visto una pizzería antes donde nos gustaría cenar. Esta zona de Bali no tiene nada que ver con Ubud. A pesar de que Ubud también me pareció muy turística, Kuta para mí pierde todo el encanto tradicional de la cultura balinesa. El recuerdo que se me va a quedar en la mente va a ser el de bares y discotecas, luces estridentes y ruido. Como ya he dicho, nada que ver con el que se me ha quedado de Ubud. 

De camino al hotel, decidimos cambiar algo de dinero para las horas escasas de viaje que nos quedan. Sólo necesitamos 50 euros en moneda local; con eso deberíamos tener suficiente. Vemos un lugar donde dan un cambio muy bueno y, mientras nos lo pensamos delante del cartel lleno de números, aparece un hombre que nos anima a cambiar nuestro dinero allí. Como nos insiste, acabamos accediendo, pero empezamos a arrepentirnos en el momento en que nos damos cuenta de que la oficina está en un callejón mal iluminado. Aun así, no queremos malpensar. El hombre que nos guía hasta allí se coloca a nuestro lado del mostrador, y al otro hay otro hombre. Le enseñamos el billete de 50 euros y él saca una calculadora, como hacen siempre allí, para hacer el cálculo y que veamos la cantidad que nos tiene que dar. Sin embargo, de repente empieza a sacar rupias en billetes pequeños, los mueve hábilmente por la mesa, los cuenta y recuenta, y yo he perdido de vista nuestro billete de 50. Nos está timando. Pero totalmente. Además, al principio nos ha pedido 10.000 rupias porque, al parecer, no tenía cambio, y ahora no nos cuadran los números para nada. Nos ponemos nerviosos y le pedimos que nos devuelva los 50 euros. Tras insistir un poco, nos da un billete de 50 euros y salimos casi corriendo.

Ya en la calle principal, lo hablamos y no entendemos nada. ¿Para qué han hecho todo eso si al final nos han devuelto el dinero? A ver si nos han devuelto un billete falso... A mí me entran los siete males y me falta poquísimo para ponerme a llorar por una mezcla de tensión e impotencia. ¿Por qué hemos tenido que entrar en esa oficina, en vez de en una oficial como hemos hecho durante todo el viaje? Mira que si nos han dado un billete falso ahora... Decidimos buscar una casa de cambio oficial inmediatamente para comprobarlo, aunque yo, dentro de mí, estoy tan segura de que nos han timado que pondría la mano en el fuego. Entramos en la primera casa oficial con la que nos topamos y les damos el billete... ¡y lo aceptan! Ay, ¡qué alivio!

De nuevo en la calle, Vicent y yo no acabamos de entender el timo. Vale, se han quedado con 10.000 rupias nuestras (menos de un euro), ¿pero realmente iban a montar ese espectáculo sólo por esa cantidad de dinero? Quizás sí. Nunca lo sabremos.

Ahora sí, volvemos hacia el hotel, y decidimos cenar en un sitio muy moderno (y barato) donde hacen unas pizzas que tienen muy buena pinta. La cena, que nos cuesta menos de 7 euros entre los dos, nos sabe a gloria después del susto del billete de 50. Después volvemos al hotel, donde, tras descubrir una cucaracha en la pared del baño (que se esconde en un agujero y no vuelve a aparecer), vemos un capítulo de OITNB y caemos rendidos. Mañana nos espera otro día de viaje, el último antes del viaje definitivo a casa.

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